Eran seis grandes amigos y yo, un conocido.
Ciegos, nos embarcamos en una aventura que por pereza
ninguno había intentado imaginar.
Sin nuestro barro en los pies y desamparados de
comunicación, tardamos poco en notar la soledad y el cansancio de la compañía.
Desprecio y necesidad por el otro, rápidamente nuestros
pensamientos crearon una división.
Con el egoísmo como mi único guía, me volví de manera
imperceptible una de las cabecillas del grupo.
Presentando un perfil bajo e inseguro, nadie podría acusarme
de ser uno de los principales causantes del quiebre de la sociedad.
Criado por el conflicto, era capaz de mantener la calma
donde ellos desesperaban. Sin contestar insultos, pero indirectamente creando
rencores entre mis compañeros de viaje, logré hacerme de tres de ellos y partir
lejos de los restantes, a dónde mis ojos querían ver.
Como niños que creen caminar solos por no estar tomados
de las manos de sus padres, los conduje a mis destinos.
En actos de generosidad compartía con ellos la emoción que sentía ante cada paisaje, les transmitía lo que captaban mis sentidos y mi hambre de conocimiento.
Por otro lado, el rencor de los abandonados las estancó en la rutina y el hastío. Sentía a kilómetros la envidia e ira que vociferaban a nuestro nombre, y se me hinchaba el cuerpo de orgullo.
Nada es eterno, y el retorno a casa se volvió realidad.
Ahora espero, y acepto, el castigo que merezco por mi insolente manipulación.
En actos de generosidad compartía con ellos la emoción que sentía ante cada paisaje, les transmitía lo que captaban mis sentidos y mi hambre de conocimiento.
Por otro lado, el rencor de los abandonados las estancó en la rutina y el hastío. Sentía a kilómetros la envidia e ira que vociferaban a nuestro nombre, y se me hinchaba el cuerpo de orgullo.
Nada es eterno, y el retorno a casa se volvió realidad.
Ahora espero, y acepto, el castigo que merezco por mi insolente manipulación.
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